Mi casi Manuelcito
Se casaron a fines del 57. Para comienzos de la nueva década, Manuelcito corría desbocado de aquí para allá con sus piernitas minúsculas, recorriendo todas las salas de la casa; y Jorge todas las noches hacía intentos de sintonizar una emisora con la Spica, su flamante chiche.
Rosa era feliz, o decía serlo. Lo cierto es que en algunas ocasiones, la expresión de su rostro deslizaba una fugaz mueca de insatisfacción. Nunca le pregunté por qué, ni aún entre hermanas era algo correcto, aunque creo que si lo hubiese hecho, ciertas cosas entre nosotras hubieran cambiando sustancialmente. Tampoco volvimos a hablar sobre el casamiento, no después de la discusión de esa noche, cuatro primaveras atrás. En esa época, callar era algo de costumbre. Hacer que no pasaba nada, el lema. Y debíamos respetarlo a rajatabla, como un acuerdo pactado en silencio, porque sino aflorarían demasiados conflictos de esos que no resolvimos cuando era momento.
Después del casamiento no volví a estar con alguien, había decidido que ya nunca me tocaría hombre alguno ni yo a ellos. Me habían descorazonado de una manera demasiado dolorosa como para volver a creer en el amor.
Y Manuelcito, casi mi Manuelcito.
La vida juega reveses crueles. Yo, la mayor de las hermanas, me había convertido en la tía solterona, cuando debía ser la madre que nunca tuve la oportunidad de ser. Sería por eso que quise tanto a Manuelcito como mío, porque casi, si Rosa no hubiera sido tan pueril, hubiese sido mi hijo.
Otros tantos años pasaron. La cara de Rosa mostraba esa mueca de insatisfacción con mayor periodicidad, mientras que con una indulgencia fingida perdonaba las infidelidades de Jorge. Las que descubría, claro, que eran más bien las menos.
Y yo me preguntaba, qué esperaba mi hermana de un hombre así, si justamente con ella me había jugado la misma mala pasada a mí.
Sé que ella se jactaba, secretamente, de ser la única, la carcelera. Que las otras eran meramente las otras y que ella era la que siempre quedaba hasta el final. Porque, creía, no había quien de las otras, hiciera las cosas que ella consideraba sus logros. No había quien preparara las cenas, ni atendiera al retoño de los dos, ni durmiera más de dos meses consecutivos con el trofeo en cuestión. Porque, lo que encendía y quemaba desde la profundidad del espíritu de Rosa, era ese ánimo casi desquiciado y ciertamente descarnado de competir con todo y contra todos. Nadie salía indemne de esa locura posesiva. Ni yo, y no se cansaba de decírmelo con esa mirada instigadora: “Mirá lo que te arrebaté, María, no sos mejor que yo, no podés competir conmigo”.
Sin embargo, esa expresión de insatisfacción se acrecentaba y yo no era capaz de comprender la causa. Si Rosa tenía su trofeo, tenía al hombre arrebatado, ¿por qué no era plenamente feliz? ¿Qué más ambicionaba?
Una noche de invierno hubo una reunión en casa de Jorge y Rosa. Fue allí donde lo noté; en toda la velada, esa expresión tan repetitiva no se mostró ni por un momento en su rostro. Entonces me di cuenta, que únicamente estando a solas conmigo era cuando afloraba toda su insatisfacción. Como si yo fuera su confesor secreto, era solo a mí a la que se lo demostraba. Precisamente a mí, con todo lo que había pasado entre nosotras, ¿por qué lo hacía?. De pronto entendí, yo tenía un enorme y terrible poder sobre Rosa. Yo era su juez, y esa insatisfacción no era aquello sino una especie de anhelo en busca de un perdón, un perdón que estaba en mí dar o negar.
Ya teníamos una vida encima y Manuelcito se había convertido en el señor Manuel, padre de cuatro niños hermosos, cuando Rosa vino a verme un día. Entre balbuceos, y con la cabeza cabizbaja me pidió ese perdón que tanto había anhelado pedirme, pero que tanto se había negado a decir.
-Rosa- le dije, -te perdonó por tu estupidez, pero no por tu crueldad.
Se fue de mi casa entre llantos postergados por años. No hubiese podido decir si estaba feliz o triste de lo sucedido, pero sabía que eran inevitables las palabras que le había dicho.
La muerte me avisó un día que iba a llegar de un momento para el otro. La esperé sentada en mi silla preferida, la que daba a la ventana del jardincito, con una sonrisa en los labios. Estaba feliz, me iba de viaje.
El día de mi muerte, mi Manuelcito fue el único que acudió a despedirme y me deseó buena suerte.